Si alguien, por ejemplo, dice que dirá algo que nunca dice, inyecta a su silencio, lo sepa o no, un significado concreto que nos habilita a emitir juicios o sanciones políticas indispensables. Si alguien, por ejemplo, ofrece su número telefónico para instalar comunicaciones permanentes y luego no atiende las llamadas… su silencio constituye ofensa y amerita sanción pública.
Contar con muchas herramientas de comunicación implica ser responsables de su uso. Todos tenemos, desde luego, derecho a permanecer en silencio si eso conviene a nuestros intereses, salvo cuando hemos prometido o comprometido nuestra palabra y entonces el silencio implique llenar de contenidos equívocos un ejercicio de comunicación que debiera ser absolutamente claro.
El silencio es también un significado aunque se lo use como reducto de ambigüedades. Muchos se quedan calladitos y creen que con eso salvan el pellejo. Se acurrucan en una tesis que consideran segura y cómoda. Defienden dogmáticamente la idea de que “en boca cerrada no entran moscas”.
Pero hay silencios estruendosos que explican claramente lo que el silenciado no puede o no quiere. Cuando alguien tiene la responsabilidad de hablar por otros y se calla, traiciona con silencio el clamor de todos. Cuando alguien no responde, no atiende llamadas, no ofrece respuestas a convenios pre-establecidos llena de significado un vacío odioso que, paradójicamente, ha colmado la paciencia de los pueblos. Esos silencios unilaterales, que exasperan y desesperan, son materia política con la que los pueblos, tarde o temprano, comunicarán su hartazgo. De un modo u otro.
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