AVN.- Susana salió de su casa a las 9:30 de la mañana. Llevaba su camiseta rosada con el corazón tricolor estampado, ese que se convirtió en icono referencial del sentir chavista durante la pasada campaña electoral, tanto como la imagen del presidente Chávez empapado bajo la lluvia de aquel 4 de octubre de 2012, sobre una avenida Bolívar repleta de pueblo.
Caminó las cinco cuadras entre su casa y la estación del Metro Los Dos Caminos. Cada vez que Susana intercambiaba su irreverencia con alguna otra persona en camiseta escarlata, era inmediatamente traspasada por la mirada de vecinos que, sorprendidos, pensaban que esa urbanización clase media de Caracas era un "territorio exclusivamente antirrojo".
Esa mañana, a dos días de la partida del líder de la Revolución Bolivariana, ella notó algunas diferencias. No en sus vecinos, sino en los transeúntes que se cruzó en el trayecto hacia el transporte subterráneo.
Los ojos de Chávez vivían en la calle estampados en franelas de todos los colores y, cuando bajó al andén de la estación, el rojo hablaba por sí mismo, como una nota de acompañamiento entre desconocidos, que parecían decirse sin hablar, "Duele, duele...".
El tren llegó. Caraqueños salieron, otros entraron al vagón. Ya en marcha, una dama de mediana edad, vestida con el uniforme de una conocida cadena de farmacias, le dice a su acompañante sentado a su lado, en baja voz: "¡Qué silencio! ¿Verdad?". Él asintió sin decir una palabra.
Y así era. El silencio parecía contagiarse entre todos, lúgubre, tedioso. Sin embargo, algo que no es usual entre los apretujados usuarios del Metro de Caracas, sucedía esa mañana, la gente se miraba a los ojos, tal vez escudriñando códigos compartidos.
Una señora iba sentada con el periódico doblado en su regazo y la mirada perdida en ninguna parte. De repente, en medio de aquel ruido que Alejo Carpentier definió como "el silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas", irrumpió el timbre de un celular. Era el tono de una marcha marcial de la canción... "Patria, patria, patria querida, tuyo es mi cielo, tuyo es mi sol..."
La imagen de Hugo Chávez entonando el coro, narrando parte de sus vivencias en la división de Blindados del Ejército, en esa última alocución pública que diera el pasado 8 de diciembre, despidiéndose -como ahora lo comprenden todos-, flotó como un holograma en el vagón.
La señora del periódico se sacudió con el ruido, buscó la dirección del celular invocante, desplegó el periódico que tenía entre sus piernas y dejó al descubierto la portada, que inmortalizó en una foto inmensa parte del recorrido de 7 kilómetros del Presidente Chávez camino a la Academia Militar, rodeado de una multitud de seres humanos queriendo alargar el brazo para tocarlo y darle su último adiós.
Un arrebato de dolor le arrugó la frente a la señora y delató unos dientes perfectos, que apretaban la impotencia, mientras negaba con la cabeza lo que veía en el periódico. "Todavía no lo puedo creer", y que por supuesto no lo entendería más.
Tomó un pañuelo de su cartera para taparse el rostro y se soltó en llanto.
Al verla, Susana empezó a llorar también y, sin pañuelo para tapar las muecas de dolor, buscó su antebrazo derecho para esconderse. De allí, a un lado y otro del vagón, vio cómo aquel acto de valentía de la señora -llorar sola entre desconocidos- se contagiaba por todo el vagón, ahora lleno de ojos aguados y vidriosos, de labios contraídos.
El dolor colectivo había dejado de ser un secreto, para ser el código visible y asumido de un pueblo que cruzaba subterráneamente la ciudad.
Esa mañana, a dos días de la partida del líder de la Revolución Bolivariana, ella notó algunas diferencias. No en sus vecinos, sino en los transeúntes que se cruzó en el trayecto hacia el transporte subterráneo.
Los ojos de Chávez vivían en la calle estampados en franelas de todos los colores y, cuando bajó al andén de la estación, el rojo hablaba por sí mismo, como una nota de acompañamiento entre desconocidos, que parecían decirse sin hablar, "Duele, duele...".
El tren llegó. Caraqueños salieron, otros entraron al vagón. Ya en marcha, una dama de mediana edad, vestida con el uniforme de una conocida cadena de farmacias, le dice a su acompañante sentado a su lado, en baja voz: "¡Qué silencio! ¿Verdad?". Él asintió sin decir una palabra.
Y así era. El silencio parecía contagiarse entre todos, lúgubre, tedioso. Sin embargo, algo que no es usual entre los apretujados usuarios del Metro de Caracas, sucedía esa mañana, la gente se miraba a los ojos, tal vez escudriñando códigos compartidos.
Una señora iba sentada con el periódico doblado en su regazo y la mirada perdida en ninguna parte. De repente, en medio de aquel ruido que Alejo Carpentier definió como "el silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas", irrumpió el timbre de un celular. Era el tono de una marcha marcial de la canción... "Patria, patria, patria querida, tuyo es mi cielo, tuyo es mi sol..."
La imagen de Hugo Chávez entonando el coro, narrando parte de sus vivencias en la división de Blindados del Ejército, en esa última alocución pública que diera el pasado 8 de diciembre, despidiéndose -como ahora lo comprenden todos-, flotó como un holograma en el vagón.
La señora del periódico se sacudió con el ruido, buscó la dirección del celular invocante, desplegó el periódico que tenía entre sus piernas y dejó al descubierto la portada, que inmortalizó en una foto inmensa parte del recorrido de 7 kilómetros del Presidente Chávez camino a la Academia Militar, rodeado de una multitud de seres humanos queriendo alargar el brazo para tocarlo y darle su último adiós.
Un arrebato de dolor le arrugó la frente a la señora y delató unos dientes perfectos, que apretaban la impotencia, mientras negaba con la cabeza lo que veía en el periódico. "Todavía no lo puedo creer", y que por supuesto no lo entendería más.
Tomó un pañuelo de su cartera para taparse el rostro y se soltó en llanto.
Al verla, Susana empezó a llorar también y, sin pañuelo para tapar las muecas de dolor, buscó su antebrazo derecho para esconderse. De allí, a un lado y otro del vagón, vio cómo aquel acto de valentía de la señora -llorar sola entre desconocidos- se contagiaba por todo el vagón, ahora lleno de ojos aguados y vidriosos, de labios contraídos.
El dolor colectivo había dejado de ser un secreto, para ser el código visible y asumido de un pueblo que cruzaba subterráneamente la ciudad.
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