domingo, 4 de marzo de 2012

LOS SILENCIOS DEL “MATACURAS”. (RIODERRADEIRO)

No me lo han contado, lo he visto con mis propios ojos que, a no mucho tardar, serán devorados por esta misma tierra, al tierno, al melifluo, al maravilloso, al sublime editorialista de Globovisión Leopoldo Castillo, al borde de las lágrimas, demandando la ficha técnica del postoperatorio de Chávez en la nación impía.


"El silencio del corderito"
Envíensela, por favor, la Ministra de Sanidad, sin demora, quien sea, sin intermediación, en persona y muy fraternalmente; porque este hombre sufre y su tristeza y su inconsolable aflicción, contagiosas, conmueven a las piedras, y a las lagartijas.
El don de la palabra es prodigioso. El del publicista Leopoldo crece y se multiplica por los 9 millones (de votantes) que se han de sumar (y no restar) a Chávez en pos de la tercera Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela; volando, desconsolado, cara a Miranda, en una alfombra de moneda trucada, el Capriles Radonski. Cada vez que lo pienso me asombro. Hablo de la taumaturgia de quien se dice y profesa Castillo. Un castillo, por definición, es pura fortaleza; pero, amigos, ¡cuidado!, que no hay enemigo pequeño: Una sola palabra ha derrotado ejércitos.
Retomo la “palabra”, porque, siendo moneda de cambio, tiene como dos caras: El Significado, que remite al concepto o imagen mental, y el Significante, de naturaleza sonora y acústica, que nos lo despierta o aviva. La vinculación “arbitraria” entre el uno y el otro produce el milagro en todos y en cada uno de los hablantes de las diversas lenguas. A Leopoldo Castillo, para ejercer de oráculo, le llega, y le sobra, la lengua castellana. Él, sin consultar a Saussure, domina, de pe a pa, por activa y por pasiva, las funciones y potencialidades del lenguaje, de la lengua, del habla y del ideolecto, y en todas destaca: Cuando establece ese inmenso monólogo, que es cuerda de catecismos, no sólo se expresa (faltaría más), pues, con maestría sapiencial, también apela al otro, toca las teclas referencial y metalingüística, y, ¡atención!, no se olvida de la fática y la poética. Mirándole de frente, parapetado detrás de sus gafas de tortuga y emboscado en una máscara de búho, diríase que nos va a revelar los misterios del alma o a servirnos una pócima para combatir un catarro nasal; pero no, incide en lo más hondo de la naturaleza humana, y nos reza un rosario de setenta misterios. Sin embargo, lo suyo, su originalidad manifiesta reside en los silencios. Emprende un párrafo pleno de ceremonia, de circunloquios, de modulaciones propias del alacrán virtuoso y te adormece en la bondad absoluta. Aunque las palabras las haya arrastrado, una a una, por el plató, como se arrastra un perro con patines, el Matacuras te llega, sin embargo, verdaderamente a las entrañas con sus silencios profundos, nunca bien ponderados. Aquí, el Matucuras hace oración mental (reza para para sí y para el género humano), se bate el cobre y experimenta los sudores del parto.
Leopoldo Castillo, dígase lo que se diga, tiene fama de mártir.

(Rioderradeiro)

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